Nuestra tarde de enero
Rodian y Mauro Mendoza.
“La eternidad no es la suma del ayer, del hoy y del mañana, sino un instante, un instante infinito, en el cual se congregan todos nuestros ayeres” .
Jorge Luis Borges
Por: Luis Restrepo
En casa de bahareque y esterilla, una sutil muerte se codea aún con malicia. Del Parque Uribe, sus actuales calles, olvidaron, con premura, sus viejas y aristocráticas casonas.
Había un niño que acostumbraba permanecer cerca. Era fuerte y vigoroso. Solía jugar en la pequeña plaza del parque del barrio Uribe; tenía 11 años. Entre las bancas de la plazoleta, sobre adoquines de arcilla y los jardines que siempre estuvieron embellecidos por frondosos pero pequeños arbustos de crotos, veraneras y diversidad de flores que las mujeres de antaño custodiaron para la posteridad, aquel niño perseguía los sueños de quien en una sombría tarde lluviosa de enero, tan solo llenaba su corazón con la compañía de sus tías, tíos, primos y hermano. Pasaría su última tarde en la vieja casona de la abuela.
Enero parecía finalizar con extrema calma. Los añejos buses de hojalatas oxidadas eran blancos, con bordes rojos y azules; otros eran amarillos con toques de verde y vinotinto, de los cuales emergían humeantes chimeneas que contaminaban la urbe por allá empezando el 99. La ciudad era un Milagro nacido en medio de la Hoya del Quindío. Armenia, para aquel niño, era su ciudad natal.
El Parque Uribe, durante décadas, fue barrio de lujos y muchas historias. La Fontana, con su rocola legendaria, con las canciones de Rodolfo Aicardi y Pastor López, eran la banda sonora, que siempre alegraba el tocar de las aldabas con cabeza de león, que en los pórticos de las casas daban la bienvenida al vecino inmediato, al familiar inoportuno o al forastero perdido.
Entre las montañas del Quindío, la tierra siempre cruje sin cesar. En ocasiones tan brutal como un estallido, en otras tan leve como un cantar. Aquella tarde sombría del veinticuatro de enero, lluviosa y tediosa, se convirtió en una noche, incluso para mí, en algo macabro y difícil de olvidar. Yo estaba en el cuarto piso de un edificio, sobre la carrera trece, con abuela, abuelo y primos; aquel niño, tan solo un año mayor que yo, se encontraba en la casona de su abuela, con los ángeles de un próximo destino memorial.
Del 25 de enero de 1999, de un viejo parque de la Ciudad Milagro, solo sobrevive el busto envejecido de Rafael Uribe Uribe, general y liberal de las luchas de antaño, guerrero homenajeado en la provincia del Quindío por su participación en la Guerra de los Mil Días. En su mirada de bronce, recordaba el rostro de aquel muchacho. Se llamaba Rodian Alexander Mendoza, el mayor de cuatro hijos; dos niñas, Laura y Nataly; dos niños, Rodian y Mauro.
Era hermano y es ángel guardián de Mauro Mendoza, gran compañero de mi primaria escolar y otrora vecino en el barrio Bosques de Pinares. Yo solía jugar con ellos, en la inocencia del pasado de mi ciudad. Rodian, próximo a cumplir doce años, murió junto a sus tíos y primos. La vieja casona de la abuela en el barrio Uribe no resistió y se hundió enterrando a seis de una misma familia.
Mauro, mi amigo, fue rescatado por su padre y un tío horas después, previo a la réplica de las cinco y media. La muerte lo abrigó durante cuatro horas, bajo tres metros de escombros, como quien se perpetúa eternamente en la terminal de una placa de cementerio, para luego resurgir como al ave fénix. En su piel herida de niño de diez años, moretones; ahora, en su piel de adulto, una Balaenoptera Musculos y su ballenato, tatuados en su pecho con un triángulo protector, abrigando el nombre de su ángel guardián.
Los atardeceres color eternidad triunfaron ante el miedo veinte años después.
SOBRE EL AUTOR
Luis Hernando Restrepo Aristizábal
Comunicador Social Periodista de la Universidad del Quindío.
Periodista ambiental. Viverista empírico. Death & Roll para suavizar el oído. Construcción de memoria por medio de la escritura.
Contacto:
Facebook: https://facebook.com/luisrestrepoa
Twitter: @luchorestrepoa
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