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El sismo de la vida

La Armenia de hoy, resiste al pasado

Por: Luis Hernando Restrepo Aristizábal
Fotos: Julián Castaño López

     Cuando se pretende hacer memoria, a las ruinas del ayer hay que ayudarlas a resistir.

      En enero de 1999 tenía 10 años y ver una ciudad destruida se convirtió en la única opción. Las películas de guerra suelen ser falacias, hasta que se siente el rugir devastador de la tierra bajo los pies y el vacío en los desolados ojos de quienes huyeron protegiendo sus últimas esperanzas. Las paredes rompieron en llanto y el sentimiento de muerte abrazó con abatimiento lo poco y mucho que quedó en pie. Tenía 10 años, y el miedo, sí era una opción.

     Mamá, quién está en el cielo, solía narrar cuantiosas veces su historia de cómo recorrió, en un auto desconocido, junto a mi padre, media ciudad buscandome. Yo me encontraba en el 701 de un edificio frente a la Plaza de Bolívar de Armenia, ellos venían del sur. Desde casa, la vida y la muerte se atravesaron en escandaloso caos, pareció que el infierno se hizo carne y proclamó a la fuerza su victoria en tierra. “Autos iban y venían, gente iba y venía”, imagino su voz al recordarla.

     Armenia lo era todo, y aún lo sigue siendo, incluso la del Cáucaso. Hace 20 años  era lo más distante en la vista de mi mapa; un viejo hogar que se destruía en eternos segundos cuando la gravedad ejerció con mayor coraje. Se perdieron las antiguas casonas que El Tigrero dejó encomendadas luego de Los Mil Días de guerra. El bahareque y la esterilla clásica poco impera ahora en la ciudad. 

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     ¡Cuántas películas vistas, cuántos rollos perdidos! Del Teatro Bolívar solo quedó el recuerdo de infancia, y acaso, una que otra travesura, ¿quién de la generación del ‘88 podría asegurar que fue expulsado durante una película — bien mala — por allá en el ’96? Yo sí. Tuve el triste privilegio de verlo cerrar telón y caer en su acto final; lo vi de frente a la 1:19 de la tarde.

     Los muertos sobre los andenes. La guerra había llegado a Armenia, y junto a una familia desconsolada, miré al cielo. Lloviznaba. El paisaje dejó espacios que el sismo supo desaparecer. En tiempos de guerra no existen trincheras para camuflar las heridas del tiempo. Ver hacia las nubes, una solución ineludible para llenar los vacíos de un corazón desalmado.

     Las lágrimas no calmaron la angustia desorientada de quienes en tierra representábamos la simpleza de la carne humana. Recuerdo a Mauro, un viejo amigo de infancia, quien valeroso resistió la inclemencia de la destrucción del lugar donde se encontraba. Perdió, ante la tristeza, a muchos de su familia; su hermano, uno de ellos, con quién un mes antes jugamos durante navidad — bendita memoria mía — una partida con fichas de lego. Rodian tenía 12.

     Recorrer con papá las calles de Armenia después de un terremoto fue casi una experiencia investigativa. La carrera 19 aún rugía en sus cruces, fue inevitable el nerviosismo público, se acercaba el segundo latigazo que terminaría definitivamente con las migajas que aún quedaban en pie; el movimiento de las 5:30 de la tarde, fue la réplica más devastadora, muchos perdieron la esperanza y la vida en ese instante. En 20 años, se volvió costumbre no pensar en ese suceso, siempre que paso por la vieja torre de Telecom, en la esquina de la 19 con 19, recuerdo cómo se movió de un lado para el otro; es la réplica más remembrada de mi vida.

     La trágica tarde del 25 de enero de 1999 se convirtió en una abrumadora noche. A oscuras y con el miedo aún presente, junto con mis padres, abuelos, tíos y primos logramos refugio en una antigua casa sobre la 13 a dos cuadras del Parque Uribe. Todo el sistema natural de la vida convergió en espeluznante caos. Dominaron la paranoia, los llantos de los más débiles, el olor a muerte, el agite de los techos afligidos por las hélices de los helicópteros, y sí, más replicas.

     20 años después poca memoria queda del terremoto, resurgir de las cenizas volvió de nuevo a Armenia un milagro de ciudad. Como parte de una sociedad destruida, se pudo asimilar que las teorías sólo son hojas a medio llenar si no se pone en práctica el simple y majestuoso hecho de sobrevivir.

SOBRE EL AUTOR

Luis Hernando Restrepo Aristizábal

Comunicador Social Periodista de la Universidad del Quindío.

Periodista ambiental. Viverista empírico. Death & Roll para suavizar el oído. Construcción de memoria por medio de la escritura. 

Contacto:

Facebook: https://facebook.com/luisrestrepoa

Twitter: @luchorestrepoa

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